

Este año el carnaval ha llegado muy temprano: el día 5 de febrero fue el jueves de compadre; el día 12, el jueves de conmadre, el día 15, el domingo gordo, y el lunes y el martes, los días de antruejo.
Y hablando de antruejo, era la palabra vieja, que se utilizaba en Salamanca, para nombrar el carnaval, y definía también traje o prenda de vestir harto chocante y risible; así como, jolgorio, algazara y francachela; en los pueblos, le llamaban antruydo, y, según Covarrubias: “Son ciertos días antes de Cuaresma, que, en algunas partes, los empiezan a solemnizar desde los primeros días de enero y, en otras, por san Antón”.
El martes de antruejo, era y es el día de mayor animación. Era jornada festiva en la Universidad, en los colegios, en las escuelas, en todos los sitios. Hízose proverbial el martes de antruejo, como sinónimo de día de jolgorio, de banqueteo y de francachela.
Si husmeamos en el origen del carnaval, nos remontamos a las fiestas griegas y romanas (a. de C.), en honor al dios Baco, dios de la “pinta”, unas fiestas que, en su inicios tuvieron carácter sagrado, pero, con el tiempo, se convirtieron en fiestas orgiásticas, en las que las protagonistas eran las mujeres y sus lindezas. Algún senador romano intentó volverlas a su sentido inicial, consiguió moderarlas un poco, pero no privarlas de sus bacanales ruidos. Ya, en la era cristina, hasta cierto límite, fueron toleradas por la iglesia católica.
En la Edad Media, se cambió su nombre por el de carnaval o el de carnestollendas, palabra latina que significa “quitar (suprimir) la carne”, por ser el comienzo del ayuno de Cuaresma. A partir del siglo VI, el carnaval adquirió gran preponderancia en Italia, particularmente, en Venecia, donde su esplendor supera lo suntuoso y la elegancia. Esta costumbre se esparció por todos los países europeos católicos; posteriormente, cuando los españoles, franceses y portugueses empezaron a cortejar el continente americano, también trasladaron la costumbre de celebrar estas fiestas en los nuevos territorios (El famoso carnaval de Brasil).
Ya hablando de casa, el carnaval siempre estuvo rodeado de gracia y de ingenio: gracia sana e ingenio chistoso y vivo. Ya, por san Antón, aparecía alguna máscara o personaje representando su número, y la curiosidad del personal era intentar descubrir la identidad del disfrazado bufón; luego, el turno era para los niños, se reservaba para ellos el jueves de compadre y el jueves de conmadre, y su disfraz preferido era el de hombre y el de mujer o de señorita repintá: así se satisfacía el deseo de ser mayor, de ser moza, de ser alguien en su mundo, de ser escuchado y respetado; pero, el fuerte se reservaba para el domingo gordo y el martes de carnaval. El pueblo se llenaba de jolgorio, de fiesta, de vida, de ilusión; se salía disfrazado en panda, en pareja, en solitario; la canciones eran chirigotas, que elogiaban unas y se mofaban otras de situaciones, que habían tenido una cierta incidencia social, pero, sin malicia, a lo llano, como suele actuar un pueblo cuando se divierte.
Y sucede que, todos los días, vivimos el carnaval, cada día nos disfrazamos o nos revisten de algo: de enfermo, de trabajador, de joven, de viejo, de triste, de alegre, de enamorado, de cazurro, de paseante, de autoridad, de truhán, de prepotente, de aburrido, de bueno, de maleante, de mentiroso, de religioso, de reivindicativo, de político, de sindicalista, de intolerante, de reconciliador… Paremos la lista de máscaras.
Ya lo dijo, muy acertadamente, Calderón en su “Gran teatro del mundo”. Lo importante es que los actores y los espectadores podamos siempre disfrutar la paz de la sonrisa.
Eutimio Cuesta