Nunca olvidaré aquella mañana del 6 de diciembre de 1950. Cuando me levanté de la cama, vi que pasaba algo extraño. Mi madre, no nos había llamado para la escuela y ya eran casi las diez. Al acercarme a la cocina a tomar mis sopas de ajo, mi cacho torrezno y mi huevo frito compartido con mi hermano Juanito, sentí un frío mas intenso que otros días, comprobé que la lumbre era mas escasa de lo habitual. Pregunté a mi madre que pasaba; me contestó que el corral estaba lleno de nieve y no podían traer la garrobaza, ni el manojo de leña para la lumbre.
Abrí la puerta de arriba de la calle y quedé asombrado. Caían unos copos enormes, que el fuerte viento los lanzaba contra las casas de enfrente. Fui viendo como poco a poco las puertas de la tía Carilisa, la tía Vica, y el rincón de la Maestra, (donde vive ahora Gabriel el Ruano) cada vez las cubría mas la nieve. Subido a los travesaños de la puerta y con los ojos como platos, fui observando como la nieve llegaba a tapar por completo las puertas de los vecinos, e incluso llegaba a los tejados. Mi mente de niño empezó a cavilar: – Ya no volvería a jugar en la plazuela con mis amigos, la tía Carilisa no volvería a vender peras de reineta (no se porque, pero a las manzanas las llamaban peras) ni naranjas gordas de “guasinton”, la Sra. Maestra, ya no volvería asomarse a la puerta, a ver pasar la gente que bajaba de la “serrana”; era muy vieja y quedaría sepultada para siempre -.
Después de comer paró de nevar, mi padre y mis hermanos pudieron abrir un paso en el corral, para poder echar la “postura” a los bueyes y surtir la lumbre para calentarnos. Desde la puerta, seguí viendo el paisaje blanco de la plazuela con las casas tapadas por la nieve.
Al día siguiente, los mayores empezaron abrir zanjas al lado de las casas, para preservar las paredes de la humedad. En muchas casas del pueblo les tuvieron que ayudar a salir, por ejemplo: el párroco, Don Leo, estuvo toda la mañana pidiendo auxilio para que le ayudasen, hasta que le oyó el Sr. Antonio Oreja, que con una pala le despejo la puerta.
Se empezó a correr la noticia que el tío Magán, que estaba en el rio cuidando lana, había desaparecido. La solidaridad de los macoteranos se puso en marcha, se empezaron a crear grupos que con largos barales, fueron hoyando las cañeras llenas de nieve. Lo iban haciendo por todos los recorridos posibles que pudiera haber tomado el tío Magan, para intentar volver al pueblo.
Recuerdo como todos mis vecinos, discutían en la plazuela, que itinerario tomar cada día, para seguir la búsqueda. Mas de una semana tardó en aparecer el cuerpo sin vida del Sr. Fernando el Magán. Como pasa casi siempre, apareció donde pasaban cada día la mayoría de los voluntarios que lo buscaban. Al derretirse la nieve, el cuerpo apareció flotando sobre el agua de la charca de la Carramolino. El pobre hombre, con todo el campo igualado por la nieve; cansado y desorientado, fue introduciéndose en el agua helada y cubierta de nieve, hasta caer adherido de frio.
Hoy, después de muchos años, aunque alguna vez he ido a ver las montañas nevadas de los Pirineos, e incluso haber visto desde Ginebra las inmensas cumbres de los Alpes, nada me ha impresionado tanto como aquella nevada vista con mis ojos de niño, subido a los travesaños de la puerta, contemplando la Plazuela de mis juegos.
La recuerdo blanca, con muñecos de nieve, que en aquellos días sin escuela, tanto tiempo teníamos para la diversión. Pero sobre todo me queda aquel espíritu solidario, de todo el pueblo de Macotera en busca de su paisano desaparecido.
Después de tantos años, la imagen que guardo en la retina, es la de todos mis vecinos: Gumersindo, Garrapín, Comenencias, Pepino, Tacones, Chapa, Ronquillos, Carilises, Calzaeras, Cele-Vivas, otros Carilises, Rubios… Todos con sus largos barales, discutiendo en medio de mi inolvidable Plazuela San Gregorio.
Gene Comenencias