El vino fino siempre se bebió en copa, acompañado de la aceituna de manzanilla; en cambio, el chispeante vino macoterano, del que ya se hablaba en los papeles del siglo XV, prefirió la jarra de barro, el barril de boca estrecha y se dejó acompañar, en todo momento, del cacahuete, de la castaña pilonga y del pimiento morrón o de cuerno cabra.
Un catador avispado definió así nuestro vino: “El vino macoterano es clarete, delgado, chispeante, con buen gallo, y una aguja que le hacía parecer espumoso, cualidades que le hacían exquisito y apetitoso”.
Tanto el vino bueno y de solera, como el caldo poco competitivo de nuestras bodegas, tuvieron un denominador común: ser testigos callados de grandes y lamentables acontecimientos, de presidir bodas y fiestas, de curar timideces ante el despertar del amor, de provocar broncas y de contribuir a derramar sangres calientes. El bien y el mal de los hombres fue y es regado por el vino y, por consiguiente, fue y es responsable impenitente de bienes y males. Y, como el vino es tan imprescindible para los hombres del mundo y, en este caso, para los vecinos de este pueblo, le hemos seguido los pasos a través de la historia y lo hemos encontrado en los legajos de inicios del siglo XV, convertido en señor noble e importante dentro de los elementos que constituían la economía de nuestros antepasados.
Hoy apenas se ve una viña en nuestros pagos. Las pocas que se observan en lontananza están ahí, esperando que se consuma su vida, como si se tratase de algo molesto, que impide otras situaciones más favorables. Siguen ahí como resistiéndose a un pasado próspero y que nos fuerza a no olvidar.
Antiguamente, nuestro término, en su tercera parte, era ocupado por viñedos. Gentes de Alba, alfoz al que pertenecimos, venían a Macotera a comprar el producto de nuestras cubas. Y no hablamos por hablar, porque existen documentos que así lo certifican. El 1 de noviembre de 1498, el albense, Rodrigo Bernaldino, compró en Macotera 350 cántaros de vino; el día 6 del mismo mes, Juan Brochero, regidor de Alba, se llevó de nuestras bodegas 40 cántaros; el día 9, el escribano, Cristóbal Fernández, adquirió 320 cántaros, que correspondían a los 560 de los diezmos del común de nuestro lugar; igual hizo Antón Celador, que se llevó treinta garrafas de cántaro.
Cuando se consumía el vino de Alba y su tierra, se autorizaba traer vino foráneo. (El fuero protegía todos los productos propios hasta su consumo). Esta permisión concedía durante los meses de septiembre, octubre y hasta san Martín, en noviembre; fecha en la que se consideraba fermentado el vino nuevo. Durante este período, se importaba vino de otros lugares: el tinto y retinto se adquiría en Miranda del Castañar, y los blancos se compraban en la zona de Madrigal de las Altas Torres; también se autorizaba introducir tinto de la sierra, en época de acotamiento, para aderezar, en una proporción del 1/10, el vino autóctono.
El control era riguroso. A pesar de esta prohibición, se abría la mano en algunos casos muy concretos, como bodas, fiestas y mayordomías; a los regidores, se les permitía adquirir fuera de su tierra tres cántaros al mes, pero sólo para su consumo. Se realizaban mil pesquisas. De esta misión, se encargaban los corredores que cumplían una triple función: comprar vinos para Alba y sus aldeas – trabajo por el que percibían diez maravedís por cuba -, supervisar las transacciones y observar si se cumplían las medidas dictadas por el concejo. La política proteccionista era tan estricta que, si un forastero visitaba la villa o una aldea y pretendía alojarse en la posada portando vino incluso “para su beber”, si era descubierto, se imponían penas a los posaderos que les aceptasen en esas condiciones.
No cabe duda de que Macotera tuvo en el vino una buena fuente de ingresos hasta que la filoxera y el tractor impusieron su ley.
Timi Cuesta